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DeMENTES

Con la "road-movie" en las venas

Desde muy pequeño mi padre me acostumbró a la carretera, lo acompañaba a todas partes ejerciendo labores de copiloto enanoide, y como siempre se saltó a la torera todo aquello de que a los canijos hay que llevarlos detrás, empecé a chupar visión del mundo a través del parabrisas antes incluso de que mi altura fuese la suficiente como para permitirme ver qué carajo pasaba más allá del morro que husmea asfaltos y corta aires.


Lo mejor, empero, llegaba en agosto, cuando veraneábamos en el pequeño pueblo que lo vio nacer, a él, a mi madre, a mi hermana, a casi toda mi familia en suma, excepto a mí, y de ahí, supongo, el que siempre me haya sentido algo similar a un apátrida, que ni de allí ni de aquí, ni de ningún otro lugar he conseguido sentirme, ni lo conseguiré jamás. Eran cerca de 900 Km. de viaje, como en la otra punta de esto que algunos llaman la piel de toro. Salíamos siempre entrada la tarde, principiando la oscuridad, y viajábamos durante toda la noche, deteniéndonos de vez en cuando en gasolineras y bares de carretera para repostar, tomar un tentempié y estirar las piernas. Había cosas que se repetían invariablemente, pese a ínfimos cambios en cada ocasión, como el que mi madre, la pobre, acabase por echar la "pota" antes o después –se marea mucho y mal-, o que mi padre le mentase los muertos a esos camioneros que se empeñaban tozudos en enquistar el tráfico intentando adelantar a otros camiones que iban tan rápidos –o tan lentos- como ellos, o incluso que una vez dejada atrás Talavera de la Reina un servidor acabase por perder la partida contra el sueño –todo y que cada año me prometía aguantar despierto y alerta todo el trayecto-, despertando por lo común ya cerca del lugar de destino, empezando a clarear, teniendo que escuchar de mi padre, más temprano que tarde, la temida cantinela de que “una vez más el copiloto lo había dejado solo ante el peligro”... Pasar cerquita de Zaragoza y de sus luces así como atravesar Madrid en torno a las tres de la madrugada también eran puntos álgidos de unos viajes que suelo recuperar como de lo mejorcito de mi infancia.


Recordando aquellos tiempo ya tan perdidos en la bruma de la desmemoria, cuando tan poco sabía de todo, de la vida, me doy cuenta de lo mucho que marcarían a la postre mi carácter aquellas noches de carretera. Fue mi bautismo a la "road-movie" mucho antes de conocer el concepto mismo, mucho antes también de fascinarme con películas como "Carretera al Infierno", con ese tarado genial, un Rutger Hauer postNexus-6, "París-Texas" o "Hasta el Fin del Mundo", ambas de Wim Wenders, ese alemán tan seductoramente extraño, y, ya más talludito, "Un Mundo Perfecto" de Clint Eastwood, que contiene quizá la mejor definición, por sencilla y hermosa, del vehículo como auténtica Máquina del Tiempo.


Hoy día, cada vez más desengañado en tantos aspectos, me malgano la vida conduciendo coches, y llevo ya en ello más de lo que me gusta reconocer. Esos mismos coches que tanto me fascinaron y que tanto ansié manejar son los mismos que en la actualidad no hago más que maldecir. Este hecho, mal interpretado, podría llegar a arrojar sobre mí un concepto de insidiosa predestinación que me tocaría sobremanera los mismísimos, así que prefiero no pensar demasiado en ello. De todos modos, me guste o no, supongo que tampoco es casual. Lo cierto es que, por aquello de alimentarse uno de sus propias contradicciones, todo y que cada día que pasa más hasta las narices estoy de los coches, de todo lo que los envuelve y todo lo que representan, tanto a nivel inconsciente como del otro, me sigue fascinando horrores conducir, como el primer día, más si cabe, sobre todo de noche y en solitario, viendo los kilómetros abdicar veloces ante tu avance.


Y por eso, de cuando en cuando, me gusta darme algún que otro pequeño baño de "road-movie", como el pasado fin de semana sin ir más lejos, que cogí carretera y manta y me di el piro. Conocer una ciudad y una geografía nuevas era tan solo el pretexto para "el Viaje", ese recorrer asfalto en la nocturnidad silente, que era lo que en realidad necesitaba.


Necesitaba dejarme llevar por la noche y su sinuosidad de oscuras carreteras. Necesitaba rememorar una vez más aquellos tiempos irrecuperables en los que, con ojos grandes de niño chico, contemplaba hipnotizado todo un enjambre de luces maravillosas desfilar a mi alrededor. Necesitaba también pensar, pensar a solas lejos de todo y de todos… poner ese piloto automático mental que sólo se adquiere con los muchos, los demasiados kilómetros a las espaldas, y que te permite deslizar por pavimentos atroces a más de 140 Km./h lo que no es otra cosa que una endiablada máquina de asesinar, como si nada, sin inmutarte lo más mínimo, con el corazón y la cabeza en otros mundos… y una vez en pleno camino… dejar fluir libres mis pensamientos…


Y en esas andaba cuando de repente me asaltó una idea pavorosa, la de que había algo intrínsecamente perverso en todo aquello, porque en un instante tomé consciencia de mí mismo en el interior del coche penetrando la oscuridad, la misma nada, ya que sólo las luces iluminaban el asfalto inmediato otorgándole el rango de realidad ante mis ojos. Y ahí estaban también los demás coches y sus conductores, muy pocos a aquellas horas intempestivas; ellos se me presentaban también como pura inexistencia… apenas poco más que un par de luces rojas si es que, como yo, iban, o blancas si es que por el contrario venían, tal que buques fantasma en mitad de un océano de tinieblas. Imposible imaginar carne ni razón humanas tras aquellos volantes invisibles, eran sólo eléctricas luciérnagas hendiendo la noche; mesmerizantes luces rojas huyendo de mí, raudas luces blancas atravesándome, viniendo en mi busca a cada instante.


Una estilizada metáfora del infierno, pensé, un mórbido símil de la vida misma, que tal vez son lo mismo, porque todo semejaba un eterno tránsito hacia una nada ignota, ubicua pero al tiempo inexistente; pura paradoja. El mundo se desvelaba ante mí a medida que avanzaba. No podía hacer previsiones de futuro, no sabía lo cerrada que podría presentárseme la siguiente curva, y asimismo todo lo que dejaba a tras, todo lo recorrido, volvía a desaparecer en la negrura de la que surgió… y del paso de mi carne y mi pensamiento no quedó huella ni memoria. Un tránsito dominado por el rojo, el de las luces de posición y de frenado; rojo de sangre, de herida, de muerte, de rabia y postración, porque el blanco de la luz, de la ilusión y la esperanza, estaba siempre del otro lado, en los faros de los demás, aquellos que se dirigían a lugares desconocidos que, en consecuencia, jamás sería consciente de visitar. Talmente como si la vida fuese siempre cosa de los otros mientras sientes el infierno tu impuesta causa, como si tuvieses la certeza de que tu única posibilidad de camino es, como el de tantos otros en tu singladura, el rojo circular hacia la inexistencia.


He ahí la trampa de la vida, me dije, porque yo a mi vez soy también luz blanca para los que vienen, quienes a su vez no ven sino luces rojas en su futuro, y así sucede que creyendo todos que son los demás los que viven, acaba por no hacerlo nadie. Conduciendo a ciegas en la nada de la noche, suponiendo que sabemos dónde vamos, teniendo en mente un placebo de destino, mas presintiendo en realidad que estamos tan perdidos como siempre, y que transcurridos los años, los kilómetros, y tantas luces rojas y blancas yendo y viniendo en nuestro torno, sabemos de esto de la vida poco más o menos lo mismo que sabíamos de niños, cuando nuestros ojos eran tan grandes que todo parecían poderlo absorber, y eran otros, los mayores, los que conducían de noche y los ojos se les achinaban extrañamente de tanto sentirlos deslumbrados por los inmisericordes faros de la duda…


Aun así, pese a pensamientos como este, el viaje al fin de la noche sigue valiéndome la pena, quizá precisamente por pensamientos como este, que me sacuden de encima la modorra y el adocenamiento convirtiendo una de mis madrugadas, de ordinario dominadas por el insomnio o el sueño frágil, en preciosos momentos de zozobra, esa misma que le empuja a uno a buscar sentidos y júbilos en la nada, que lo llama a luchar por que la oscuridad no ensombrezca sus instantes…


            								© JIP




¿Metáfora del Infierno, Símil de la Vida?

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